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Viajera Inspira a los chicos – Giuliana Aprea

Katerina Plotnikova




Caperucita al rojo sangre

Una niña, que tapaba su rostro con una capucha roja, caminaba por el bosque. En la mano, llevaba una canasta, y una manta cubría su interior. El día era frío, las nubes inundaban el cielo y parecía que estaba por llover. La niña iba a visitar a su abuela. La mujer vivía del otro lado del bosque, así que le esperaba una larga caminata. Entonces, la chica de la caperuza volteó al detectar el sonido de unas ramas quebrándose, pero no vio nada. Sin embargo, cuando volvió a darse vuelta, había un lobo frente a ella. Un animal peludo y dientudo, que inspiraba terror. Estaba parado en sus cuatro patas y la miraba atentamente.
-Buenos días, Caperucita Roja.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-Nadie olvida el nombre- dijo con un dejo siniestro en la primera sílaba de “nadie”- de un integrante de la familia Roja.
-¿Y cómo sabes que Caperucita es mi apodo?
-¿Lo es? Yo solo lo dije por tu caperuza. Y por tu edad- dijo en un tono burlón.
La niña lo miró enfurecida. El lobo le sostuvo la mirada y luego desapareció entre los árboles. Caperucita Roja siguió su camino.

Finalmente, llegó a la casa de su abuela empapada. Había empezado a llover y tuvo que correr hasta llegar. Ya era de noche y la casa solo era iluminada por la luz de la luna que entraba por las ventanas. Abrió la puerta con un chirrido. La casa estaba vacía.
-¿Abuela?
Entró a la casa. Sus pasos hacían eco al pisar el suelo de madera. Caminó hacia la habitación.
-¿Abuela?- repitió.
Abrió la puerta y se acercó a la cama. Pero la que se encontraba allí no era su abuela.
-Hola, Caperucita.
No crean que ella no lo reconoció, sabía distinguir una anciana de un lobo. Metió las manos en la canasta, buscando algo.
-¿Qué traes en esa canasta? ¿Los ingredientes?
-No. ¡Esto! -pronunció a la vez que sacaba un afilado cuchillo y lo apuntaba hacia el animal.
El lobo se alarmó y abrió los ojos como platos. A continuación, Caperucita elevó el cuchillo sobre la cama y luego lo descendió con rapidez. El lobo aulló de dolor. La hoja del arma se clavó en el peludo pecho. La niña hizo lo mismo varias veces hasta que lo confirmó muerto. Caperucita tenía sangre salpicada en el rostro y en la caperuza, aunque no se notaba ante el color de la prenda, sino que podía confundirse entre las gotas de lluvia. Sólo tendría que lavarse el rostro para cubrir el crimen. No lo había matado porque sí, sino porque era necesario. Había descubierto su secreto. Caperucita jadeaba exhausta, luego, sonrió macabramente ante el trabajo bien hecho. Todo el mundo preguntaba cuál era el ingrediente secreto de los pasteles rojos de la familia Roja. Lo había conseguido en el preciso instante en que mató al lobo: sangre.


Giuliana Aprea (12 años)


Texto producido a partir de la lectura de «Ayudemos a los sapos» de Nicolás Di Candia, incluido en Léame.