Tres amigos –Frigerio, Oliverio y Topolino–, un pueblo –cualquiera, pero a la vez no, es la provincia de Buenos Aires, campo y río, llanura y atardeceres despejados–, los vemos atravesar pérdidas, desilusiones, los descubrimientos propios de distintos momentos de la vida. ¿Qué pasa cuando un padre se va? ¿cuándo muere una madre? ¿o un hermano? ¿Qué pasa cuando el pueblo cambia, pero las personas no? ¿Y al revés? Esas miradas que juzgan (no tiene trabajo, no tiene novia, no tiene hijos) y en el centro “lo masculino” siempre en cuestión, ideales vapuleados que siguen promoviendo comportamientos alienantes y desafectados. Frente a esto, la amistad: un lazo al que recurrimos para percibirnos desde un afuera amoroso, pero también crítico. Un afuera íntimo, indispensable en un mundo de conexiones sin relación.
Karina Macció
En una sociedad donde los rituales desaparecen, o mudan su piel de manera impredecible, los tres amigos buscan consuelo en sus recuerdos y, precisamente, en los rituales personales que han creado a lo largo de los años (caminatas, encuentros, llamados telefónicos), con la esperanza de que estos les proporcionen un sentido de pertenencia y de continuidad en un mundo que, alrededor y para su incomodidad, cambia demasiado rápido o permanece invariablemente quieto, inerte. Facundo Bertera refugia a los personajes en su interioridad, en sus pensamientos más profundos, evitando la exposición y la superficialidad, y transforma esa introspección, esa vida interior contemplativa, en un último acto de resistencia.
Mauricio Dreiling
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QUEMANDO NUBES
Cremant núvols passa el sol
Cremant núvols el sol passa
Joan Manuel Serrat
Quemando nubes pasaba el sol, vertical y furioso reverberaba sobre sus cabezas adolescentes. Es 15 de marzo de 1987 y los ve a los tres, sentados frente al río, sin hablar casi. Conmovidos. Al final uno rompe el silencio, el nudo en la garganta así lo solicitaba.
–Bueno, se terminó esto. La semana que viene ya me voy, arranco la facultad –dijo Frigerio.
–Qué rápido todo. Todavía me cuesta caer. Yo tendré que ver si encuentro algo para hacer acá, por ahora al menos. Pero me iría si pudiera, no a estudiar bichos, como vos, desde ya. Pero salir de acá y conocer otros lugares, eso sí me gustaría –respondió Oliverio dejando que sus ojos bailaran con el ondular del agua.
–Ustedes piensan demasiado en el futuro. Zenón de Citio, fundador de la escuela de los estoicos, los cagaría a patadas en el culo –concluyó Topolino intentando mantener un gesto solemne.
Los otros dos estallaron en una carcajada. “Es lo único que te acordás de filosofía”. Al final el tercero también río, asintiendo.
Quemando nubes pasaba el sol, vertical y furioso. Los cangrejos se escondían a la sombra, en algún pocito de la playa llena de troncos y piedras. Los árboles pedían clemencia de tanto calor, cansados hasta para mover apenas sus ramas. En el agua quieta y caliente, los peces decidían sumergirse con la esperanza de encontrar en el fondo un sitio más fresco.
El pueblo dormía la siesta, dándole la espalda a la tarde. La misma siesta de siempre, interrumpida por las horas de la mañana y las de la noche. El mundo se detenía, ellos tres así lo sentían también y no solamente por el calor de ese día.
El sol se quedó ahí, sobre sus cabezas, solo, atravesando las nubes, quizá envidiándoles la compañía. Los seguirá viendo allí, frente al río, durante años.
Como esa tarde.
El mismo pueblo, el mismo río, como una continuación inconmovible.
Facundo Bertera