Un hombre que envidia la soledad de los perros; dos amigos que se llaman hermanos de palabra porque comparten el mismo psicoanalista; una madre que gestiona la iniciación sexual de su hijo con una prostituta; un niño gordo que se espanta con su propia figura multiplicada por los laberintos espejados del Italpark; una pareja que decide, después de muchos rodeos, entregarse al juego imposible y resbaladizo del amor. Combates secretos, guerras tímidas en los suburbios del alma, estrategias silenciosas para renovar el contrato con el mundo: las historias que recorren Krav Magá se suceden sin prisa y sin orden, como la vida, y viajan del barrio al mundo, de la melancolía a la esperanza, de la ficción a las múltiples caras de la verdad.
Rafael Otegui
Cuando descubrí que Krav Magá es un arte marcial basado en la lucha cuerpo a cuerpo, la intriga me hizo zambullir en los relatos. No hay más contrincante que el mismo Arturo, el protagonista que lucha con su propio yo, con su pasado que lo agobia, con sus fobias, sus miedos, sus deseos, el presente que lo enfrenta. “Ah, qué tremendo cuando te hacen eso. Eso que con toda tu alma deseabas que nunca ocurriera. Nunca tener que vivirlo. Nunca.”, reflexiona Arturo al inicio del maravilloso relato “Cara de feliz cumpleaños”.
Krav Magá narra episodios de la vida cotidiana, contados de una forma original y compleja, que lleva a sentirse parte de cada uno de los combates donde no hay un claro ganador. Simplemente se sigue viviendo.
Andrea Larrieu
*
Ella atendió con la voz de un delicioso call center ubicado en el paraíso: Holaaahhh. Sintió en la cadencia de la voz una sugerente invitación, una piel muy suave se impuso a Arturo. Hola, mirá, te llamo porque me contaron... Dentro suyo: temor y deseo de recibir la tentadora propuesta. Continuó: me dijeron, ejem, que sos muy cuidadosa con los chicos que empiezan, ¿entendés? Con el mismo ritmo y tono envolvente le dijo que se quedara tranquilo, pero que si dudaba no dejara de ir a conocerla. Sí, le decía que fuera y probara. Lo provocaba. Como si se tratase de un auto o un colchón y en aquel mismísimo lugar /sitio / espacio, no sabía cómo tomarlo, analizara las bondades prometidas. Que verificara si era cierta la promesa del servicio y la calidad. Servicio y limpieza, pensaba él… No.
Fue rápido. Más por temor que placer, se quedó quieto, casi catatónico, sin idea de cómo seguía eso, con el preservativo puesto como única ridícula vestimenta. Se pregunta hoy al recordarla, si ella y aquellos pechos eran realmente tan grandes, o como él era pequeño se han ido transformando en una gigantesca figura que el tiempo devoró, luego fue recreando y magnificando tallándola con curvas casi míticas e imposibles. Como Liliana, su profesora de guitarra que por la misma época lo recibía los sábados por la mañana, sola en un departamento a dos cuadras de su casa. Tomaba la guitarra en su estuche de tela, feliz de recorrer aquellas cuadras, con la aparente inseguridad por el nuevo tema que había preparado, pero que él mismo sabía encubría otra inseguridad: la de unas cosquillas que le subían y bajaban entre la panza y su pubis y que debía contener, porque le daban ganas de ir al baño. De miedo, de miedo a sus propios ojos que no podía frenar, que se escapaban para mirar el escote de Liliana. Se deleitaba con los ojos negros y el cabello azabache tan contrastante con su piel blanca. Cuando bajaba del cuello, unas pecas lo llevaban al paraíso. Tantas veces quiso quedarse ahí, explorar más. Si ahora Liliana estuviera ahí… Pero estaba avergonzado, tanto como cuando bajaba los ojos por miedo a ser atrapado en la flagrante mirada apuntada al infinito insinuado entre aquellos pechos. Estaba ahí, en la cama y desnudo, sin saber qué hacer. Ella solucionó todo cuando le indicó que se vistiera. Obedeció.
Ricardo Czikk, Fragmento de La entrega